La Objeción de Conciencia es un juicio de carácter ético -que no equivale a subjetividad, tendencia, gusto, hábito o deseo- sino que se trata de la resistencia que la persona ofrece al cumplimiento de una norma cuando ésta entra en conflicto con sus propias convicciones. Esta actitud conlleva por parte del que la realiza una coherencia de vida y, además, una proclamación de la verdad que defiende y no implica necesariamente actitudes tipificables como desobediencia civil.
Esta actitud de abstención ante un deber jurídico está impulsada por imperativos axiológicos o morales -esto es el núcleo de la cuestión, teniendo un carácter secundario el hecho de que contradiga la norma- que tienen para la persona el rango de suprema instancia normativa. Es pues un rechazo a someterse a una norma o disposición de una ley positiva que se considera injusta. Sin necesidad de discusiones ni conflictos. Es una actitud leal y cordial. El tema que nos ocupa no peligra si reconocemos -y ayudamos a vivirlo- que la libertad trascendental, como señala Leonardo Polo, es superior a la verdad de cualquier ordenamiento jurídico. Esta libertad no es elegir lo que apetece, o lo que está de moda, sino la capacidad de abrirse a lo más digno del ser que somos: a la Verdad. Ningún ordenamiento jurídico puede ser justo si no promueve este tipo de libertad. En cambio, negarla, es reducir la persona a la esclavitud. Es lo que, en parte, está sucediendo actualmente cuando se intenta implementar por la fuerza jurídica una “nueva moral”. Por estas razones vivir la Objeciòn de Conciencia, cuando sea precisa abre horizontes insospechados de libertad y de solidaridad.
Veamos el ejemplo de tres personas que actuaron con esta coherencia: Catalina de Aragón (1485-1536), Santo Tomás Moro (1478-1535) y el Beato Franz Jägerstätter (1907-1943).
Vienen al caso ahora las palabras pronunciadas por Sir David Alton (político inglés, perteneciente al partido Liberal Democrático) que trabajó durante veinte años en el Parlamento (1979-1997) y uno de los muchos promotores del nombramiento de Santo Tomás Moro como patrono de los Gobernantes y Políticos. Decía Alton: “Cuando entro en la sala donde fue procesado, me pregunto cómo Moro, que se dejó decapitar con tal de no renegar a sus principios, viviría hoy nuestras batallas como parlamentarios ingleses que debaten sobre la clonación humana, la eutanasia, el aborto, la destrucción de embriones humanos…”. Según Erasmo, Moro había sido «creado para la amistad». Y así actuó con todos. El año 1535 fue citado a prestar juramento al “Act of Sucesión” aprobado por el Parlamento. Este acto tenía como finalidad legitimar los hijos del Rey con su amante, Ana Bolena. Moro negaba la competencia del Parlamento para declarar que Enrique VIII era el jefe de la Iglesia de Inglaterra y también que su matrimonio con Catalina de Aragón era inválido. Pero a su vez no tenía inconveniente en admitir que el Parlamento podía reconocer como heredero de la corona al hijo de Ana Bolena. Aparte de no hacer el juramento, no dijo nada en contra del Rey y disimuló honradamente su pensamiento, puesto que quería salvar su vida. Al final del proceso, cuando ya estaba escrita la sentencia, pronunció una espléndida apología de sus propias convicciones sobre la insolubilidad del matrimonio, el respeto del patrimonio jurídico y la libertad de la Iglesia ante el Estado. Hizo todo lo políticamente posible para no ser mártir; todo menos sacrificar su conciencia y poner al Rey por encima de su Dios. Subió Tomás Moro con tranquila resignación al patíbulo y, dirigiéndose a los presentes, dijo que moría siendo buen siervo del Rey, pero primero de Dios. Nada más rodar su cabeza, el pueblo lo aclamó como santo.
Su vida ha sido filmada recientemente por Terrence Malix en la película “Vida oculta” (2019).
Tres ejemplos. Y tantos más que tejen la verdadera vida, libre y coherente. Vidas que cuidan y protegen lo inviolable y definitivo de la persona.