Por Olivier REY
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Coloquio «El futuro de la cultura europea y el despertar de las inteligencias», París, Palacio de Luxemburgo, sala Médicis, 23 de febrero de 2019
Me gustaría introducir mis propósitos con una referencia a la Iliada. Ya que se trata de cultura europea y de despertar de las inteligencias, tal alusión no me parece en absoluto desplazada. El pasaje en cuestión transcurre en un momento en que los griegos están en mala situación, amenazados por los furiosos ataques de Troya liderados por Héctor. Lo mejor que pueden hacer es resistir. La cosa se describe de la manera siguiente: «Todos permanecen firmemente agrupados, como una muralla, como una roca abrupta y poderosa al borde del mar blanco de espuma, donde se enfrenta a la feroz embestida de vientos aullantes y enormes cuchillas que rompen sobre ella1». ¿Por qué cito este pasaje? Porque es emblemático de cómo los seres humanos son capaces de percibirse y entenderse a sí mismos. Por un lado, los hombres se proyectan constantemente en el mundo. Esto los lleva, en el presente caso, a interpretar la inmovilidad de la roca, sobre la cual se abaten continuamente las olas, como una resistencia que se opone a ellas. Es necesario que los hombres, sin siquiera darse cuenta, se proyecten en la roca para sentir su inmovilidad como una manera de «aguantar». Pero en otro sentido, es el espectáculo de la roca inmóvil frente a las olas lo que permite a los hombres entender y expresar lo que hacen cuando ellos mismos se enfrentan a la embestida de un ejército enemigo. Por supuesto, podríamos decir: Homero es poeta y por eso se expresa con metáforas. Pero pensemos en esto: ¿cómo podríamos describir la resistencia de los griegos a los troyanos si prescindiéramos de todas las metáforas? Tal vez lo conseguiríamos con mucha disciplina. Pero, por un lado, el resultado sería mucho menos «elocuente» que el relato homérico; por otro lado, nuestros esfuerzos para eliminar las metáforas en provecho de los conceptos solo darían lugar, en última instancia, a un engaño. Porque en el origen de los conceptos, se encuentran las metáforas. Nietzsche lo entendió perfectamente cuando afirmaba: «El concepto, seco y manipulable como un dado con caras perfectamente paralelas y perpendiculares, no es sin embargo más que un residuo de metáfora«2.
1 Canto XV, v. 618-621.
2 Friedrich Nietzsche, «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» (1873), § 1, in
Le Livre du philosophe. Études théorétiques, ed. bilingüe, trad. Angèle K. Marietti, Aubier-Flammarion, 1969,
- 185 (subrayamos).
¿Qué debemos recordar de todo esto? Que la forma en que los hombres toman conciencia de sí mismos y de su propio comportamiento es profundamente solidaria con la forma en que perciben e interpretan la naturaleza. Robert Spaemann, recientemente desaparecido, insistió en este punto: nuestra forma de pensar acerca de la naturaleza y la forma en que pensamos de nosotros mismos van de la mano. Consecuencia inmediata: el advenimiento de la ciencia moderna, que ha trastornado nuestra relación con la naturaleza, ha alterado al mismo tiempo la forma en que los hombres se entienden a ellos mismos.
Estoy obligado a ser breve en cuanto a esta alteración y a su contenido, reconociendo de paso mi deuda, tanto en este punto como en muchos otros, para con Rémi Brague, más particularmente con respecto a su libro titulado La sabiduría del mundo3. Para decirlo brevemente, el mundo antiguo y medieval estaba compuesto por elementos fundamentalmente heterogéneos. Sin embargo, esta coexistencia de elementos heterogéneos no era un simple amontonamiento, ni tampoco un caos. Por el contrario, formaba un cosmos, es decir, en el primer sentido del término, un todo bien ordenado, una armonía. La clave para penetrar en este orden era la analogía, que hacía que los distintos estratos del ser se correspondieran sin confundirse, resonando unos con otros. En cuanto al hombre, encontraba su lugar insertándose según su conveniencia, según su propia esencia, en la gigantesca red analógica de la que estaba tejido el cosmos.
El pensamiento moderno concibe el mundo como algo fundamentalmente homogéneo. El evento emblemático de la transición de la antigua forma de pensar a la nueva es el advenimiento del sistema de Copérnico, que borró la frontera ontológica, tan estructuradora en el pensamiento analógico, entre los mundos terrestre y celestial. Desde el punto de vista moderno, la Tierra es un planeta entre los demás, y el universo en su conjunto está formado por el mismo tipo de elementos que obedecen a las mismas leyes, que la ciencia se esfuerza por sacar a la luz.
Para medir la diferencia entre la ciencia antigua y la moderna, es bueno detenerse por un momento en la palabra «física». Se deriva del verbo griego phuo, infinitivo phuein, que significa, de forma transitiva, «dar a luz», «hacer crecer» y, de forma intransitiva, «nacer»,
«crecer», «empujar». Traducimos phusis por naturaleza: esto está justificado porque en latín, natura se deriva del verbo nascor, «nacer» – «naturaleza» y «natividad» tienen la misma raíz. Aristóteles escribe, en su Física: «Entre los seres, algunos son por naturaleza (phusei), otros por otras causas. Por naturaleza son los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua; son estos y los de esta clase a los que llamamos seres por naturaleza4″. Vemos que en esta presentación de los objetos de la física, y este es un punto esencial, el ser vivo es lo primero, y la materia inanimada solo viene después. Es a partir de lo vivo que se piensa toda la naturaleza.
3 La Sagesse du monde (1999), Le Livre de Poche, col. «Biblio essais», 2002.
4 Aristóteles, Física, libro II, 192b.
¿Qué sucede con la ciencia moderna? Conocemos la afirmación de Galileo: el universo está escrito en lenguaje matemático. A partir de ahí, la ciencia inaugurada por Galileo consiste en revelar la matematicidad con la que supuestamente se teje el universo de un extremo al otro. La física antigua estaba determinada por su objeto, la phusis. La física moderna está, en primer lugar, determinada por lo que debe obtener, las matematicidad (en el sentido amplio del término) y por los métodos que hay que seguir para lograrlo. Además, esta es la razón que divide la ciencia moderna. Idealmente, todo debería estar matematizado. En la práctica, la incapacidad de entenderlo todo matemáticamente justifica la existencia, junto con la física, de otras ciencias naturales, donde el ideal totalmente matemático queda fuera de alcance, como la química y la biología. Sin embargo, el horizonte sigue siendo matemático, ya que es este mismo horizonte el que gobierna la división de las ciencias. La física de Aristóteles, desde la vida, se sentía incómoda con lo inanimado. La ciencia moderna se encuentra en una situación inversa, ya que parte de lo inanimado,
no por principio, sino porque ahí es donde la matematicidad se puede poner de relieve,
es lo vivo lo que plantea una dificultad. Al no poder «mecanizar» la vida hasta el final, empleamos una energía tremenda para mecanizar y «quimizar» el mayor número de elementos posibles dentro de lo vivo. La observación de François Jacob, formulada hace medio siglo, es hoy más válida que nunca: «Hoy, en los laboratorios, ya no cuestionamos la vida. Ya no buscamos definir sus contornos. […] Hoy, la biología se interesa por los algoritmos del mundo vivo»5.
He insistido de entrada en la relación entre la manera con que los hombres aprehenden la naturaleza, y la manera con que se aprehenden ellos mismos. ¿Qué consecuencias tiene para los hombres la forma moderna de aprehender la naturaleza? Hay que distinguir dos momentos. Al principio, la objetivación-neutralización de la naturaleza provocará, en comparación, una extraordinaria amplificación de la singularidad humana: mientras el mundo se vuelve homogéneo, un espacio donde la materia se mueve de acuerdo con las leyes universales, la brecha entre este mundo homogeneizado y el ser humano, entre la sustancia extendida y la sustancia pensante, se radicaliza. El ser humano ya no es un ser particular (ciertamente muy particular) entre otros seres particulares, es el único que es verdaderamente singular, por ser el único provisto de interioridad. En el mundo, su conciencia está como insularizada.
En medio de un cosmos, el hombre tuvo que hacer uso de su entendimiento para desempeñar su papel armoniosamente; en un universo homogéneo y moralmente neutro, no se asigna ningún lugar y la voluntad puede desarrollarse sin restricciones. No solo se permite la transformación del mundo, sino que incluso asume los rasgos de una misión. Para los antiguos y los medievales, la técnica, al prolongar las obras de la naturaleza e incluso perfeccionar algunas de ellas, debía ayudar a los hombres a desempeñar adecuadamente su papel dentro del cosmos, o de la creación. Para los modernos, la técnica es lo que les va a permitir modelar a
5 La Logique du vivant. Une histoire de l’hérédité, Gallimard, col. «Bibl. des sciences humaines», 1970, págs. 320-321.
voluntad su estancia en un mundo que no es más que materia prima, sin forma propia con la que transigir. El despliegue técnico no solo no encuentra ante sí ningún bien que deba recibir y respetar, sino que también supone un giro moral en sí mismo, como vector de bien que debe introducirse en un mundo carente de él. Como escribe Rémi Brague: «Los antiguos y los medievales no ignoraban la técnica en modo alguno. […] Pero [sus] resultados no fueron considerados como algo que aportara un bien que habría excedido el nivel de lo útil y lo conveniente. En cambio, para los modernos, luchar contra la naturaleza es luchar contra el mal y difundir el bien. De esta manera, la producción técnica incluye en su haber la fuerza de la práctica moral»6.
Por consiguiente, al principio, he ahí los hombres, librados de escrúpulos y de reflexiones inconvenientes, que se esfuerzan por aumentar su poder sobre las cosas para convertirse en maestros y poseedores de la naturaleza. Por supuesto, obtienen muchos beneficios. Sin embargo, toda medalla tiene su revés, y así llegamos a un segundo momento en que el movimiento, perseguido con ensañamiento y ceguera, nos lleva a nuestra ruina.
La primera causa de la ruina es la devastación de la naturaleza. Es suficiente, para constatarla, haber conservado un mínimo de sensibilidad frente al mundo. Sin embargo, como la modernidad ha puesto en duda el testimonio de nuestros sentidos, es necesario producir «indicadores» para apuntalar la observación. Tenemos muchas opciones para elegir. Uno entre muchos: actualmente la humanidad produce más residuos que la erosión produce sedimentos. Otro indicador: desde principios de la década de 1970, la humanidad en su conjunto consume más recursos renovables de los que se regeneran. Denominamos «Día del exceso terrestre» (Earth Overshoot Day o Ecological Debt Day en inglés) a la fecha, cada vez más precoz, en que la humanidad ha consumido su capital natural anual: en 2018, el 1 de agosto. Ya vivimos cinco meses de los doce a crédito. No se excluye que, bajo tal presión, lo que ahora conocemos como «ecosistemas» experimenten durante este siglo un colapso rápido y masivo, comparable en magnitud a las grandes extinciones que sufrió la Tierra en el pasado, pero entonces en una escala de millones de años. Según un informe reciente de WWF, los animales vertebrados de todas las especies han visto disminuir su número en más de la mitad en los últimos cuarenta años. Nos encontramos en una situación completamente nueva. En su Teogonía, Hesíodo hablaba de «la Tierra con amplios flancos, un asiento seguro para siempre ofrecido a todos los seres vivos»7. Hoy, el activismo técnico ha llegado a tal grado que amenaza nuestras propias condiciones de existencia. Para usar la expresión de Hans Jonas, la naturaleza está hoy en un estado de «vulnerabilidad crítica», «una vulnerabilidad que nunca se había previsto antes de que se manifestara a través de los daños ya causados» 8.
6 La Sagesse du monde, op. cit., pág. 306.
7 Théogonie, v. 117.
8 Le Principe responsabilité (1979), trad. Jean Greisch, Flammarion, col. «Champs», 1998, pág. 31.
Dicho esto, solo he abordado un lado de nuestras dificultades, aquel donde se detienen la mayoría de los que se llaman a sí mismos ecologistas. El otro lado está relacionado con lo que mencioné al principio: que los hombres necesitan, para entenderse, reflejarse en lo no humano; por un lado, lo divino, por otro lado, la naturaleza. La concepción desesperadamente pobre de la naturaleza que se ha establecido desde hace algunos siglos permite someterse, en su contra, a todas las intervenciones posibles e imaginables. Sin embargo, además del hecho de que estas intervenciones están causando estragos, los hombres, en virtud del vínculo entre la aprehensión de la naturaleza y la aprehensión de ellos mismos, inevitablemente terminan encontrándose atrapados y arrollados por su forma de considerar lo que les rodea. Por lo tanto, el «reinado del hombre» sobre una naturaleza neutralizada solo podría, en principio, ser transitorio: el soberano está llamado a disolverse en lo que reina, el manipulador a convertirse en el objeto de sus propias manipulaciones. En un mundo purgado de sus fines, que se reduce a ser solo un depósito de medios al servicio de las finalidades humanas, estas finalidades se disuelven a su vez; más exactamente, la única finalidad que queda es el despliegue cada vez mayor de los medios, de los cuales los seres humanos comienzan a formar parte. En 1951, Heidegger escribió: «Dado que el hombre es la materia prima más importante, se puede esperar que algún día […] se construyan fábricas para la producción artificial de esta materia prima9. Este día parece estar cada vez más cerca.
Desde este punto de vista, la ideología transhumanista que invade gradualmente el espacio público es todo menos un mero producto de la circunstancia, un retoño inesperado y teratológico de la convergencia entre nanotecnologías, biotecnologías, informática y ciencias cognitivas. Es la culminación de cierta lógica: la respuesta contra los seres humanos de la forma en que tratan a la naturaleza fuera de ellos. Si entendemos esto, también entendemos que pretender oponer al transhumanismo una santificación del hombre es una respuesta inadecuada y desesperada, desesperada porque es inadecuada. Lo que se necesita, en cambio, es avanzar hacia un conocimiento «amable» de la naturaleza, un conocimiento que no esté al servicio de un «hacer», sino que ayude a los hombres a comprender su situación en el Todo el mundo.
He dicho un conocimiento amable de la naturaleza. ¿No es precisamente esto lo que se busca hoy en día a través del «animalismo», esa corriente que fustiga el antropocentrismo de la moral y de los derechos, y que milita por que se aplique a los individuos un principio de igual consideración de los intereses, independientemente de la especie a la que pertenecen? Nada más «amable» con la naturaleza, a priori, que tal actitud. Excepto que si la amabilidad con los animales prohíbe considerarlos como máquinas a nuestra disposición, también quiere que se los considere por lo que son, en otras palabras, ciertamente no como «seres humanos como nosotros». Por otra parte, basar el respeto que
9 «Dépassement de la métaphysique», in Essais et Conférences (1954), trad. André Préau, Paris, Gallimard, col. «Tel», 1980, pág. 110.
debemos a los animales sobre el cuestionamiento de la singularidad humana es altamente contradictorio. De hecho, parece que es una singularidad humana preocuparse por el destino de las demás especies. En realidad, el rechazo de toda violencia contra los animales no solo refleja la simpatía que sienten por ellos, sino que también se deriva de la antipatía que sienten por su propia animalidad, que nos lleva a no vivir solo de aire y de luz, sino también de alimentos más consistentes, de los que forma parte la sustancia de otros animales. En el fondo, los animalistas y los transhumanistas están destinados a entenderse: ambos odian la carne. Añado de paso que aquellos que, al no consumir ningún producto animal, creen evitar la violencia hacia los animales, delatan su total ignorancia de la agricultura, que supone una lucha sostenida contra el exceso de animales. Pero sigamos adelante.
San Agustín definió la virtud como un ordo amoris10, un orden en el que cada objeto recibe el tipo y el grado de amor que le corresponde. Y estos tipo y grado de amor apropiado para los animales es lo que Peguy trataba de comprender cuando escribió que
«los hombres tienen para con los animales el deber de primogenitura, porque los animales son almas adolescentes11«. Esta fórmula indica lo que puede ser, en la naturaleza, una dominación jerárquica, no despótica. En su reseña del pensamiento de Peguy, Hans Urs von Balthasar señala que su manera de considerar los animales es más importante de los que pensamos porque, afirma, «es a propósito del reino animal que siempre podemos nuevamente juzgar si una filosofía es capaz de comprender, no solo la materia y el espíritu, sino también las formas de vida intermedias entre los dos12 «. Estas formas de vida intermedias con las que la modernidad ha demostrado ser tan poco apta para lidiar. En su Enciclopedia, en el artículo
«Enciclopedia», Diderot expresa estas observaciones programáticas: «El hombre es el término único a partir del cual empezar y al que hay que reducirlo todo». No quisiera ser culpable ante la Ilustración, de la misma ingratitud que esta corriente mostró a sus predecesores. Sin embargo, recibir su legado también significa estar atento a lo que la Ilustración no supo pensar correctamente. El mundo está formado por relaciones, y es una locura pensar que se pueden establecer relaciones equilibradas teniendo en cuenta un solo término: el término humano. Con el paso del tiempo, el reinado del hombre genera un desarraigo general, preludio de un colapso general. Tras las palabras de Diderot que he citado, el mismo autor añade: «Con la excepción de mi existencia y de la felicidad de mis semejantes, ¿qué me importa el resto de la naturaleza? Por las razones que he tratado de de indicar, importa mucho.
10 La Cité de Dieu, XV, 22.
11 Marcel. Premier dialogue de la cité harmonieuse (1898), in Œuvres en prose complètes, ed. Robert Burac, 3 vol., Gallimard, col. «Bibl. de la Pléiade», 1987-1992, t. I, pág. 56.
12 La Gloire et la Croix. II. Styles. Les aspects esthétiques de la Révélation, 2 vol., trad. Robert Givord y Hélène Bourboulon, Aubier, 1968-1972, t. II, «De saint Jean de la Croix à Péguy», pág. 85, nota 55.