Introducción
La Declaración Universal de los Derechos Humanos intervino al final de tres terribles décadas caracterizadas por dos conflictos mundiales con decenas de millones de muertos, devastaciones materiales y morales y al comienzo de una guerra, denominada «fría» por no haber sido declarada, pero que permanecía activa, con el posible uso de armas destructivas aún más poderosas. La Declaración establece las premisas para una paz duradera cuando reclama el «reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y sus derechos iguales e inalienables, como base de la libertad, la justicia y la paz en el mundo». No confía la paz a la fuerza de las armas, sino a un «acto de la mente» que es el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano.
La violación de los derechos humanos ha continuado en muchas guerras locales, con dimensiones más o menos extensas, en la agresión del terrorismo, en el rechazo a la acogida de los pobres y las víctimas del hambre y la violencia. Aún más grave es la negativa a reconocer la dignidad de los seres humanos más pequeños y más pobres: los hijos concebidos y aún no nacidos.
No podemos resignarnos ante los millones de abortos llevados a cabo con el apoyo del Estado ni ante la cantidad incalculable de seres humanos eliminados en el contexto de las técnicas de fertilización in vitro.
Todavía más inaceptable es la adicción a la afirmación feminista actual, propagada incluso por poderosos lobbies internacionales, que considera el aborto como un «derecho humano fundamental», como si el movimiento justo de liberación de la mujer de una minoría social y familiar encontrara su conclusión y alcanzara su apogeo con el derecho a suprimir a sus propios hijos.
Con motivo de la celebración de los derechos humanos, es nuestro deber concentrar la meditación en dos puntos: la identidad humana del concebido, miembro de la familia humana, y la maternidad como signo de amor por la vida, particularmente expresado por el embarazo.
1. 1. La identidad humana del concebido
La ciencia moderna y la razón demuestran que el hijo concebido es un ser humano y, como tal, poseedor de la dignidad humana como cualquier otro ser humano. Numerosos documentos demuestran la humanidad plena del concebido. Basta recordar, por el lado italiano, las opiniones repetidas del Comité Nacional de Bioética y la sentencia constitucional núm. 35 del 10 de febrero de 1997.
Para justificar públicamente la destrucción de embriones, nadie se atreve a negar la identidad humana del concebido, sino que se hace hincapié solo en la condición femenina con una ambigüedad de lenguaje que oculta la verdad al hablar de «salud sexual y reproductiva», «mujer» en lugar de «madre «, de» interrupción voluntaria del embarazo» o IVE en lugar de aborto, y que invoca una especie de «derecho» a la autodeterminación en lo que respecta al hijo (que se expresa en rechazarlo con el aborto si no es deseado y en quererlo a toda costa con la llamada «reproducción asistida» o con maternidad subrogada si el hijo no llega).
La convicción de que el concebido no es un ser humano, no es un hijo, sino que es solo una masa de células, anula el coraje innato de la mujer para aceptar un embarazo difícil y no esperado. La experiencia de los Centros de Ayuda a la Vida demuestra, en cambio, que la conciencia de la identidad humana del concebido es el elemento supremo de prevención del aborto, porque invita a compartir los problemas, despertando el coraje innato de la madre y el amor espontáneo por el hijo. En consecuencia, el debate público debe centrarse en la identidad humana del concebido, tanto por su fuerza argumentativa como por su eficacia preventiva capaz de salvar vidas humanas, especialmente cuando el aborto se privatiza y se posibilita a través de productos químicos que pueden administrarse en el propio domicilio (la llamada «anticoncepción de emergencia»). Es evidente que la defensa de la vida naciente queda confiada principalmente a la conciencia individual, pero la conciencia necesita de alguna manera ser «iluminada».
2. Meditación sobre la maternidad y el embarazo
El impulso hacia la legalización del aborto como «derecho» se deriva, en primer lugar, de un feminismo que tras haber reclamado con razón la misma dignidad con respecto a la población masculina, exige la igualdad de manera burda también en lo que respecta a la generación de los hijos, olvidando así ese privilegio femenino que hace a la mujer naturalmente superior al hombre. Sin embargo, pese a la representación de los medios de comunicación, la cultura que en nombre de las mujeres y sus derechos reivindica el «derecho al aborto» reúne solo a una minoría de mujeres. La gran mayoría quiere o alcanza la maternidad. El embarazo, que es indispensable para que nazca el hombre y, por lo tanto, para que la sociedad siga existiendo y tenga un futuro, se caracteriza por tres signos que ponen el sello del amor en la vida humana. En primer lugar, el embarazo siempre implica una modificación del cuerpo femenino, a menudo acompañada de molestias, y termina con el dolor del parto. La mujer acepta todo esto con un coraje instintivo. En segundo lugar, el crecimiento del niño en el útero de la madre («dualidad en la unidad») se puede interpretar como un abrazo prolongado durante muchos meses. El abrazo es un signo de amor. Por eso hablamos de un privilegio femenino puesto al servicio de toda la humanidad. La tercera característica se refiere a la relación de cuidado del otro que el embarazo establece de una manera muy especial entre madre e hijo: se podría decir que el «prodigio de la relación», a menudo atribuido a la mujer, encuentra su origen en ese modelo primordial de relación que se establece con el alojamiento natural del niño bajo el corazón de la madre. Bien mirado, cada relación auténtica de cuidado (pensemos en los enfermos, los discapacitados, los ancianos) hace referencia a esa acogida gratuita y al regalo de una misma que interpela a la mujer cuando se anuncia el hijo que vive dentro de ella.
La meditación sobre la maternidad y el embarazo indica, como objetivo del movimiento de liberación, la capacidad femenina de inculcar en la humanidad el signo del amor, que presupone, a su vez, el reconocimiento del concebido como maravilla de las maravillas, resultado de la creación en curso, flecha de esperanza lanzada hacia el futuro, uno de nosotros.
Subsiste la urgencia de una nueva presencia femenina reconocible que haga hablar a las mujeres y que las escuche en nombre de su maternidad realizada o deseada.